Lo liminal es aquello que existe en el umbral, en ese espacio intermedio entre un estado y otro. Y después de tres décadas viajando por medio mundo, no se me ocurre mejor manera de describir esa peculiar gastronomía que solo cobra sentido en los espacios de tránsito: esos no-lugares que habitamos mientras vamos de un sitio a otro. Aeropuertos, estaciones de tren, áreas de servicio... territorios donde las reglas normales de la alimentación, el tiempo y hasta la lógica económica parecen suspenderse.
El tiempo no existe: La primera regla de los espacios liminales #
Si hay algo que define verdaderamente estos espacios es su peculiar relación con el tiempo. En un aeropuerto, las 7 de la mañana pueden ser perfectamente la hora de la cena, y las 11 de la noche un momento ideal para desayunar. El jet lag, los husos horarios y los horarios imposibles de los vuelos han creado una dimensión paralela donde el "¿qué hora es?" ha sido sustituido por el "¿qué hora es para mi cuerpo?".
Recuerdo perfectamente estar tomando una cerveza a las 6 de la mañana en el aeropuerto de Frankfurt, rodeado de otros viajeros haciendo exactamente lo mismo, sin que nadie levantara una ceja. O desayunando un plato de pasta a las 4 de la madrugada en Charles de Gaulle durante una conexión particularmente larga. En estos espacios, los conceptos de "desayuno", "comida" y "cena" se difuminan hasta perder todo significado.
Esta distorsión temporal afecta incluso a las propias ofertas gastronómicas. Es fascinante ver cómo las cafeterías aeroportuarias sirven simultáneamente tortillas de patatas, hamburguesas y cereales con leche, como si todos los momentos del día existieran a la vez. En la T1 de Barcelona, he visto a menudo cómo el mostrador de "desayunos" permanece activo hasta bien entrada la tarde, mientras que el de "cenas" puede empezar a funcionar cuando el sol apenas ha salido.
Y no olvidemos esos momentos surrealistas en los vuelos intercontinentales, cuando te sirven un desayuno completo mientras sobrevuelas el Atlántico de noche, o una cena cuando tu reloj biológico grita que es hora de almorzar. Es como si estos espacios liminales hubieran creado su propio huso horario, uno donde todas las horas son posibles a la vez.
La economía paralela: Cuando los precios pierden el sentido #
Esta distorsión temporal viene acompañada de una no menos sorprendente distorsión económica. Es como si al cruzar el control de seguridad, no solo perdiéramos nuestras botellas de agua, sino también nuestra capacidad de raciocinio económico. ¿Cómo explicar, si no, que estemos dispuestos a pagar 4 euros por un agua mineral o 12 por un sándwich que, en cualquier bar del Casco Viejo bilbaíno, costaría menos de la mitad?
Por eso, tras años de indignación, he desarrollado mis propias estrategias de resistencia. Mi ritual pre-vuelo siempre incluye preparar un par de bocadillos caseros y llevar una botella vacía que rellenaré una vez pase el control. Los veteranos viajeros sabemos que la planificación es la mejor defensa contra esta economía paralela.
Sin embargo, no siempre es posible mantener esta resistencia. A veces los horarios traicionan, las conexiones se alargan, o simplemente estás en algún aeropuerto asiático donde las reglas de lo que puedes llevar cambian constantemente. Es entonces cuando te ves obligado a rendirte ante lo inevitable y participar en este peculiar mercado donde una ensalada básica puede costar lo mismo que una comida completa en cualquier restaurante decente de Los Campos Elíseos.
El espejismo de las marcas conocidas #
Pero quizás lo más surrealista de esta realidad paralela es cómo las cadenas de restauración conocidas sufren una misteriosa transformación al cruzar el control de seguridad. Es como si existiera un multiverso gastronómico donde cada marca tiene su versión "liminal", invariablemente inferior a la original.
El Pan's & Company del aeropuerto de Barcelona es el ejemplo perfecto: mismo logo, misma marca, pero bocadillos precocinados que parecen primos lejanos y empobrecidos de sus equivalentes urbanos, y patatas 'fritas' son en realidad patatas chips de paquete. O ese Burger King de París-Charles de Gaulle, donde una Whopper parece haber pasado por un proceso de reducción dimensional. Y no olvidemos el Starbucks de Heathrow, donde el café sabe diferente (y no en el buen sentido).
Lo más frustrante es que estas marcas parecen apostar por una versión reducida y simplificada de sus cartas habituales, pero manteniendo o incluso incrementando los precios. Es como si el hecho de estar en un aeropuerto les diera licencia para servir versiones de baja calidad de sus productos estrella, confiando en que el contexto y la falta de alternativas nos harán aceptarlo sin más.
Geografía del sabor: La liminalidad en España #
La experiencia varía según la geografía, pero el patrón se mantiene. En el aeropuerto de Loiu, la tentación viene en forma de pintxos que, aunque dignos, no llegan a la altura de los del Casco Viejo. En la estación de Abando, el café al menos mantiene un precio razonable, algo que no puede decirse de otras estaciones españolas.
El panorama cambia conforme nos movemos por la península. En Sants, los precios compiten con los del Paseo de Gracia. En Atocha, las cafeterías parecen haberse puesto de acuerdo para duplicar cualquier precio. Y El Prat merece mención especial por conseguir que una botella de agua cueste lo mismo que un menú del día en el Raval.
Cada estación, cada aeropuerto, tiene su propia personalidad gastronómica liminal. En Sevilla-Santa Justa, por ejemplo, intentan mantener cierto sabor local con montaditos y gazpacho envasado, mientras que en la T4 de Madrid-Barajas la oferta es tan internacional que parece que ya has salido del país antes incluso de embarcar.
Los rituales nocturnos: Cuando las opciones se reducen #
La noche añade una capa adicional de surrealismo a esta gastronomía liminal. Cuando el último Alvia a Bilbao se retrasa y te encuentras varado a las tantas, las máquinas expendedoras se convierten en tu único sustento. Es entonces cuando esas chocolatinas y patatas fritas, que normalmente ignorarías, adquieren un atractivo inexplicable.
La moderna estación Intermodal de Bilbao no escapa a esta realidad nocturna. A ciertas horas, el único alimento disponible viene en forma de snacks envasados y bebidas energéticas que, misteriosamente, siempre saben mejor cuando son la única opción disponible.
Es en estos momentos nocturnos cuando la gastronomía liminal muestra su cara más cruda: la de la necesidad. Ya no es una cuestión de elección o de placer culpable, sino de pura supervivencia. La máquina expendedora se convierte en un oasis en medio de la nada, y ese Kit Kat ligeramente aplastado puede parecer un manjar digno de un restaurante con estrella Michelin.
La paradoja del placer culpable #
Y aquí está la gran paradoja de la gastronomía liminal: a pesar de todas mis quejas y estrategias de resistencia, hay algo innegablemente especial en ella. Quizás sea la emoción del viaje, o tal vez esa sensación de estar en un espacio donde las reglas normales no aplican.
Hay algo casi ritual en ese café de máquina tomado a deshora, en ese sándwich envuelto en plástico devorado apresuradamente entre conexiones, o en esas galletas de avión que, por algún motivo místico, saben diferente a 10.000 metros de altura. Son pequeños momentos que forman parte de la experiencia más amplia del viaje, marcadores de que estamos en transición, en movimiento.
Pero reconocer este placer culpable no significa normalizar los abusos. Como viajeros experimentados, tenemos el derecho y la obligación de exigir mejor calidad y precios más justos. Mientras tanto, seguiré con mis pequeños actos de rebeldía: mis bocadillos caseros, mi botella rellenable, mi resistencia a pagar precios absurdos.
Después de todo, estos espacios liminales son parte inherente del viaje. Son esos momentos de pausa, de transición, donde no somos ni locales ni turistas, donde no es ni ayer ni mañana, donde una simple chocolatina de máquina expendedora puede saber a gloria. Aunque eso sí, que nadie espere que pague 5 euros por ella. La liminalidad puede justificar muchas cosas, pero hay límites que un viajero con dignidad no debe cruzar.
Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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